Como
muchos miembros de su generación, David Bowie creció con la nutritiva música
negra. Miembro fugaz del movimiento mod, se sumergió en el blues y en el rhythm
and blues para sus discos con los King Bees o los Manish Boys. Un conocimiento
que le permitió paladear la asombrosa sofisticación de la black music en los años setenta, cuando se instaló en Estados
Unidos.
Con
una salvedad: David no se conformaba con imitar los modismos de vocalistas negros
(aunque podía entenderse perfectamente con un Luther Vandross, como muestra el
documental Five years). Prefirió dar
una vuelta de tuerca al soul y al funk,
integrar su muy británica voz en fondos musicales desarrollados junto a
instrumentistas, coristas, arregladores negros. Lo hizo en 1974 al viajar a los
Sigma Sound Studios, donde se elaboró buena parte del triunfal Sonido de
Filadefia.
Allí
tenía a su lado a un músico puertorriqueño, Carlos Alomar, que incluso había
sobrevivido a los rigores de girar con James Brown. Durante los años setenta,
Alomar sería la toma a tierra de Bowie, cuando el inglés necesitaba bases de
funk o soul. En 1983, otro guitarrista negro, Nile Rodgers, sería el cómplice
de Bowie para su más decidido asalto a las listas de éxito, con el LP Let’s dance.
Y
luego está otro tipo de atracción por la negritud. Una afinidad con nombres
propios: Ava Cherry, Claudia Lennear, Tina Turner, Iman. Pero ahí, de momento, no vamos
a entrar.
Gracias por el Me Gusta. Este es el comienzo de una bonita amistad.
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